Ayer tuve la oportunidad de despedir los restos mortales
de un paisano encomiable, así como de dejar un breve mensaje en el libro de firmas reservado a ello.
Fue en la madrileña Colegiata de San Isidro
a dónde se le condujo desde Albacete esa misma mañana,
ciudad en la que nació, ejerció su ministerio, se retiró y murió.
Por decir cosas como
“No me convence que haya obispos en las Cortes” o que
“Los mecanismos de la Iglesia deberían ser mucho más democráticos”,
Alberto se ganó el apelativo de “OBISPO ROJO”
aunque las opiniones de
“uno de los pocos testimonios episcopales de los que evangélicamente había que salvar del naufragio del nacional catolicismo”
solían molestar más al Vaticano que al mismo Estado.
A Alberto Iniesta Jiménez, tuve la ocasión de leer, seguir, reconocer, admirar y entrevistar siendo ya Obispo de la Vicaría IV de Madrid-Alcalá cuando estaba a las órdenes de otro trascendental epíscopo, Monseñor Tarancón, a quien tanto desesperó y al que también entrevisté por cierto, para VIDA NUEVA, la revista en la que siempre colaboró D. Alberto.
Casualidades de la vida (o no tanto, porque me decía el párroco de San Isidro que fue el propio Alberto quien pidió ser enterrado allí) ha sido sepultado en la misma Iglesia en la que reposa Tarancón, eso sí a su izquierda, como no podía ser menos, exactamente en la capilla de Nuestra Señora del Buen Consejo de la misma Colegiata.
Las crónicas, exégesis y memorándums de su vida
sólo destacan y destacarán la parte última y más pía de su vida,
esa donde se refugió cuando tras su retiro al monasterio de Poblet
con una gran depresión.
Por eso me animo a escribir unas palabras de su otra época,
aquella en la que fuera obispo durante los últimos años del franquismo y primeros de la Transición.
Precisamente la vida del Iniesta más sano y auténtico, no la del enfermo que ya nunca fue el mismo.
Y eso, aunque les pese a muchos, que ni hablan de ésa época, ni entre sus obras más destacadas citan
(ni siquiera la Wikipedia),
los célebres “Papeles Prohibidos” (Sedmay ediciones 1977) que él mismo me dedicó.
Entre dichos papeles – a los que habría que recurrir para contar correctamente la historia de la España de esos años- se encuentran homilías de corte sociopolítico y otras más pastorales.
Como la predicada el 4 de octubre de 1975,
a raíz de la aplicación de la pena de muerte a cinco españoles y que le supuso aquella apresurada hacia Roma ante el temor de que se cumplieran las amenazas de muerte que grupos de extrema derecha profirieron contra él.
O también aquella otra del 24 de septiembre del 1976
sobre la Asamblea de Vallecas que con un nacional-catolicismo en auge, demostró que el espíritu renovador del Vaticano II ya soplaba en otra dirección.
Lástima que hayamos retrocedido de nuevo y tanto.
Estas son algunas de las frases de la primera homilía que no debieron gustar a tanto nacional-católico que proliferaba por la Iglesia y por el Estado: “… la pena de muerte se debe eliminar de los códigos modernos (…) estimo que lo antes posible se debe suprimir la pena de muerte de las leyes españolas y que mientras tanto se debe hacer uso del indulto de gracia con todos los condenados a muerte. Y lamento, junto con el Papa Pablo VI, la reciente ejecución de 5 condenados”,
“…como cristiano, repruebo el uso de los malos tratos para conseguir declaraciones de los reos, lo cual ha ocurrido recientemente en nuestro país”.
Gracias Alberto porque el recuerdo de tu servicio y disponibilidad episcopal tan alejado de las sillas gestatorias, los báculos, solideos y mitras, solo es comparable al de tu valor y compromiso por los pobres y por la democracia, tanto en la iglesia como en la sociedad. Descansa en Paz.
P.D. Fotos de Jesús Moreno, Wikipedia, propias y de Religión digital.