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ANTE EL DESCREDITO DE LA INSTITUCIÓN CATOLICA ¡MANIFIESTATE!


Me vais a permitir que esta semana santa cuelgue dos post que tienen que ver con la religion. Este del domingo de Ramos, invita a firmar una especie de manifiesto que pone en evidencia que la Jerarquía es una cosa y la Iglesia, otra. Y que los obispos no solo no tienen porque llevar razón, sino que cada día representan a menos creyentes.
Somos conscientes de que este escrito es un procedimiento extraordinario, pero nos parece que también es extraordinaria la causa que lo motiva: la pérdida de credibilidad de la institución católica, en toda Europa, y que en buena parte es justificada, está llegando a cotas preocupantes. Este descrédito puede servir de excusa a muchos que no quieren creer, pero es causa de dolor y desconcierto para muchos creyentes. A ellos nos dirigimos principalmente. 1. La Iglesia “casta prostituta” y la actual crisis
La Iglesia fue definida desde antiguo como santa y pecadora, es decir, también “casta prostituta”. Crisis graves no han faltado nunca en su historia, y la actual puede dolernos pero no sorprendernos. Toda crisis es siempre una oportunidad de crecimiento, si sabemos en estos momentos “no avergonzarnos del Evangelio” y amar a nuestra madre. Entendiendo que el amor a una madre enferma no consiste en negar o disimular su enfermedad sino en sufrir por ella; y que, si deseamos una Iglesia mejor no es para militar en el club de los mejores, sino porque Jesucristo se la merece.
a) La causa de esta crisis: la infidelidad al Vaticano II Aunque no hay aquí espacio para largos análisis, cabe resumir diciendo que la causa principal de la crisis es la infidelidad al Vaticano II y el miedo ante las reformas que exigía a la Iglesia. Ya durante el Concilio se hicieron durísimas críticas a la curia romana. Más tarde Pablo VI intentó poner en marcha una reforma de esa curia, que ésta misma bloqueó. Una de las consecuencias de ese bloqueo es el injusto poder de la curia romana sobre el colegio episcopal, que deriva en una serie de nombramientos de obispos al margen de las iglesias locales, y que busca no los pastores que cada iglesia necesita, sino peones fieles que defiendan los intereses del poder central y no los del pueblo de Dios.
b) Dos consecuencias graves
Esto tiene dos consecuencias cada vez más perceptibles: Una es la doble actitud de mano tendida hacia posturas lindantes con la extrema derecha autoritaria (aunque sean infieles al evangelio e incluso ateas), y de golpes inmisericordes contra todas las posturas afines a la libertad evangélica, a la fraternidad cristiana y a la igualdad entre todos los hijos de Dios (tan clamorosamente negada hoy). Otra consecuencia es la incapacidad para escuchar, que hace que la institución esté cometiendo ridículos mayores que los del caso Galileo (porque éste, aunque tenía razón en su intuición sobre el movimiento de los astros, no la tenía en sus argumentos; mientras que hoy la ciencia parece suministrar datos que la Curia prefiere desconocer: por ejemplo en problemas referentes al inicio y al fin de la vida, uso del preservativo, investigación con células madre). La proclamada síntesis entre fe y razón se ve así puesta en entredicho. 2. No vamos a romper con la Iglesia: la Iglesia es más grande que la curia romana
Pero más allá de los diagnósticos, quisiéramos ayudar a actitudes de fe animosa y paciente para estas horas negras del catolicismo romano. Dios es más grande que la institución eclesial y la alegría que brota del Evangelio capacita hasta para cargar con esos pesos muertos. No vamos a romper con la Iglesia, ni aunque hayamos de soportar sus iras. Pero tememos la lección que nos dejó la historia: las dos veces en que el clamor por una reforma de la Iglesia fue universal y desoído por Roma, están relacionadas con las dos grandes rupturas del cristianismo: la de Focio y la de Lutero. Ello no significa que la ruptura fuese legítima: sólo queremos decir que no pueden tensarse las cuerdas demasiado. Tampoco vamos a romper, porque la iglesia a la que amamos es mucho más que la curia romana: a pesar del poco espacio que le dan los medios de comunicación (que tampoco quieren interpelaciones evangélicas) sabemos bien que apenas hay infiernos en esta tierra donde no destaque la presencia callada de misioneros, o de cristianos que dan al mundo el verdadero rostro de la Iglesia. 3. Nos sentimos obligados a gritar: “por vuestra causa es blasfemado el nombre de Dios entre las naciones”
Durante gran parte de su historia, la Iglesia fue una plataforma de palabra libre. Hoy nadie creerá que un santo dulce como Antonio de Padua pudiera predicar públicamente que mientras Cristo había dicho “apacienta mis ovejas”, los obispos de su época se dedicaban a ordeñarlas o trasquilarlas. Ni que el místico san Bernardo escribiera al papa que no parecía sucesor de Pedro sino de Constantino, para seguir peguntando: “¿hacían eso san Pedro o San Pablo? Pero ya ves cómo se pone a hervir el celo de los eclesiásticos para defender su dignidad”. Y terminar diciendo: “se indignan contra mí y me mandan cerrar la boca diciendo que un monje no tiene por qué juzgar a los obispos. Más preferiría cerrar los ojos para no ver lo que veo”… Precisamente comentando este tipo de palabras, escribía en 1962 el papa actual (en un artículo titulado “Libertad de espíritu y obediencia”): “¿es señal de que han mejorado los tiempos si los teólogos de hoy no se atreven a hablar de esa forma? ¿O es una señal de que ha disminuido el amor, que se ha vuelto apático y ya no se atreve a correr el riesgo del dolor por la amada y para ella?”.
Así quisiéramos hablar hoy. No nos sentimos superiores, pues conocemos bien, en nosotros mismos, cuál es la hondura del pecado humano. La Escritura enseña que el destino del profeta no es el protagonismo sino la incomprensión. Pero nos sentimos llamados a gritar porque también hay allí una imprecación impresionante que tememos tenga aplicación a nuestro momento actual: “¡por vuestra causa es blasfemado el nombre de Dios entre las gentes!”.
“Fijos los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe” sabemos que podemos superar estos momentos duros sin perder la paciencia ni el buen humor ni el amor hacia aquellos que nos hacen sufrir. Este es el testimonio que quisiéramos dar con estas líneas
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